II Domingo de Cuaresma, Año A,
Ahmadí, 15 de marzo de 2014
Gen 12, 1-4a Sal 32, 2Tim 1, 8b-10, Mt 17, 1-9
La Cuaresma nos da la ocasión y la gracia de mejorar, cambiar, aligerarnos, re-establecer las relaciones justas con Dios, con las cosas y con los hermanos. Nos invita hacer un camino de conversión.
El Papa nos dice que la gran conversión “es la respuesta reconocida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuando nosotros vemos este amor que Dios tiene para nosotros, sentimos las ganas de acercarnos a Él y ésta es la conversión” (Papa Francisco, Catequesis, 5/03/2014).
Que el camino de esta cuaresma sea un itinerario hacia el misterio de Dios y de su amor para con nosotros. Que nos lleve a dar una respuesta, que nos lleve a la conversión. Y la primera etapa es contemplar la belleza de Dios (los próximos domingos veremos que Dios es Agua, Luz, Vida, Pasión).
1. Belleza de Dios, hogar del hombre
En el evangelio de hoy se nos presenta la belleza de Dios, podemos vislumbrar su luz. Jesús en el monte Tabor tiene una experiencia de luz indescriptible, de plenitud de vida, de alegría, una experiencia divina. Su humanidad refleja la luz de Dios en la tierra, anticipo de lo que será en la resurrección, de lo que nos tocará a cada uno de nosotros. Sí, a cada uno de nosotros, a mí y a ti!
La transfiguración me toca a mí, no soy sólo un espectador, es mi destino, y a la vez es mi compromiso diario. Nos dice hacia dónde vamos, dónde acabaremos. Y esto es importante porque cambia el camino. La manera de vivir con toda seguridad cambia si uno sabe a dónde va a llegar. Lo que seduce a Pedro y le hace exclamar sorprendido ¡qué bello! no es la omnipotencia de Dios, no es el esplendor del milagro sino la belleza del rostro de Jesús. Aquel rostro refleja el Corazón, un Corazón lleno de luz; aquel rostro y aquel Corazón es el lugar donde el hombre se siente por fin en su casa: ¡Qué bello estar aquí! En otros lugares estamos siempre lejos, de viaje. Nuestro corazón se encuentra en su casa sólo al lado del Señor.
2. La oración – permanecer en la presencia de Dios.
El evangelio de hoy nos invita a permanecer delante del rostro de Dios, en su presencia. Y ésta es la oración. Sí, la oración es quedarnos bajo la mirada llena de amor del Padre, es dejarnos iluminar por su luz. Estar a solas con Dios y escuchar su Palabra. Por eso uno de los propósitos de la Cuaresma es dedicar más tiempo a la oración.
En Oriente, la Transfiguración es la fiesta de los monjes que tienen como símbolo el búho – que ve en la oscuridad, en la noche oscura. Los monjes son hombres de oración. La gente que suele estar con Dios también es capaz de ver en la oscuridad, descubriendo incluso en la oscuridad del mundo la verdadera luz, la verdad de las cosas, aunque no sea evidente para todos.
3. De la Palabra a la visión pasando por mi transformación
No es por azar que el evangelista quiso precisar que el acontecimiento sucedió 6 días después. Ocurre en el 7º día, en el día del Señor, día del encuentro, último día de la semana que indica el final de un proceso, de un camino. La transfiguración es nuestro destino, pero al mismo tiempo es un proceso, es algo progresivo. El camino de nuestra vida es todo un proceso de transfiguración.
La vida es bella y se vuelve siempre más bella, más luminosa, hasta que se llega a la luz. El sentido de nuestra vida es la transfiguración, de gloria en gloria, a imagen del Hijo de quien escuchamos la palabra. Si no, ¿qué sentido tiene la vida?
En nuestra relación con el Señor, -como en cualquier relación de amor donde se le dona al otro lo que uno tiene y lo que uno es – el Señor quiere que su bondad sea la nuestra; su belleza, nuestra belleza; su gloria, nuestra gloria. De nosotros, Él ha recibido nuestra humanidad, nuestra muerte y nos ha dado su Vida, su Gloria.
El camino inicia con la escucha del Hijo. Este es mi Hijo, ¡escúchenlo! La voz del Padre confirma el camino del Hijo, su Gloria, que se manifiesta en el sufrimiento por amor al hombre, hasta la cruz.
La transfiguración inicia cuando comenzamos a escuchar a Jesús en vez de escucharnos a nosotros mismos, cuando creemos en su Palabra y no en la nuestra, cuando nuestra vida tiene como centro a Dios. Este proceso de escucha nos transforma paulatinamente, nos transforma lentamente, poco a poco. Y llega un momento en el que nos damos cuenta que su Palabra lleva frutos, los frutos del Espíritu Santo: amor, paz, dominio de sí, paciencia…
Así, nuestra vida se transforma de manera progresiva del egoísmo al amor, de tristeza en alegría, de la infidelidad a la fidelidad, de la maldad a la bondad. Recorremos todo un camino hasta que llegaremos a ver brillar en nuestro rostro el rostro del Hijo, que es el rostro del Padre. Mientras más nos acercamos al final de nuestra vida terrenal, más resplandece su luz en nosotros.
Desde ahora podemos ya ver la cima y nos animamos a caminar, a avanzar no obstante es un camino que pasa por el sufrimiento, por el dolor, por la cruz, como el camino de Jesús. Pero ya no nos pesa tanto, pues vemos que es un camino de transformación hacia la luz.
Hermanos, no esperemos un mundo diferente para dar lo mejor de nosotros. Mi destino, tu destino es la transfiguración, crecer en el amor, en la paz, en la alegría, en la paciencia. Nosotros podemos y estamos llamados a cambiar, a dejarnos transformar. Dejémonos atraídos y transformados por la belleza de Dios y no por otras cosas. El Señor nos ha regalado su Espíritu, el Espíritu de hijos, que nos ayuda a ver y a reconocer al Padre y a los hermanos.
La gran conversión es la respuesta reconocida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuando nosotros vemos este amor que Dios tiene para nosotros, cuando vemos su luz sentimos las ganas de acercarnos a Él y estar con Él. Y ésta es la conversión.
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“La Cuaresma nos llega como un momento providencial para cambiar ruta”. Papa Francisco, Marzo 2014.