IV Domingo de Cuaresma, Año A,
Kuwait City, 29 de marzo de 2014
1Sam 16, 1.6-7.10-13; Sal 22; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41
Cuando una mujer está embarazada y al final de unos largos nueve meses, por fin trae al mundo a su hijo o hija, decimos que dio a luz. Su criatura puede ver el rostro de su madre, puede ver su amor y aprende, creciendo, a ser reconocida, a recibir amor. Retomando el tema de esta cuaresma, este es el proceso de conversión: “La respuesta reconocida al misterio estupendo del amor de Dios. Cuando nosotros vemos este amor que Dios tiene para nosotros, sentimos las ganas de acercarnos a Él y ésta es la conversión”.
¿Y si no lo vemos? El Señor ha venido precisamente para darnos el don de ver, nos ayuda venir a luz, para ver y reconocer el amor de Dios, para vivir con sentido nuestra vida.
El hombre nace ciego
El hombre ciego del evangelio de hoy es símbolo de cada hombre; nacimos ciegos. Su incapacidad de ver materialmente es una metáfora de nuestra ceguera espiritual. Así como el ciego no ve donde está, ni adónde va, así el hombre no sabe dónde está, hacia dónde va, no sabe quién es, hasta que reciba la luz de Cristo. Por esto, está como perdido, no camina de verdad, no sabe en qué dirección moverse. El hombre que no ve en la vida, no sabe dar el valor a las cosas. ¿Cuál es el valor del dinero? ¿Cuál es el valor de las cosas, del trabajo, de la familia, de los hijos? Si una persona no ve, puede vivir de forma equivocada su vida y al final, cuando llega a la luz es demasiado tarde para cambiar las cosas; ya no se puede regresar. De vidas tenemos una sola. Hay que vivirla bien!
El milagro que Jesús opera con el ciego del Evangelio es signo del gran milagro que tiene que ocurrir en cada uno de nosotros, que no es más que el de renacer a una vida nueva. En el evangelio de hoy, Jesús está creando el hombre nuevo, el que ve. El Hijo, con el polvo de la tierra mezclado a su saliva – imagen de la nueva creación – nos ilumina, nos hace venir a luz.
El venir a luz – camino de una vida.
El venir a luz es un proceso de conversión, nuestros ojos se abren poco a poco para ver la realidad con una luz nueva. Y entonces cambia el modo de vivir, de relacionarse con Dios, con los hermanos, con nosotros mismos.
La fe es luz y nos hace por fin ver la realidad así como la creó Dios, nos hace ver el proyecto originario de Dios con el hombre: Tú eres hijo, Dios es Padre, los demás son hermanos. Eso cambia la vida y nos hace vivir como hombres, porque de lo contrario, vivimos como lobos, como animales rapaces que se disputan una presa. El que no ve a Dios como Padre, a sí mismo como hijo y a los demás como hermanos, ve al otro simplemente como rival, como obstáculo en su camino, como un competidor a ser exterminado. “Homo hominis lupus est” recitaban los filósofos latinos antes de Cristo. Sin la luz de Dios el mundo se vuelve un campo de batalla donde vence el más fuerte.
Nuestra responsabilidad, nuestra misión es de vivir en la luz, iluminar el mundo con valentía y coraje sin miedo de ser echados fuera. La que siempre vence es la luz y no las tiniebla. ¿Encontrará Dios entre nosotros hombre listos para dejarse iluminar, para vivir como hijos de la luz?
Iluminados para iluminar
Gracias al Bautismo somos los iluminados. Creciendo, estamos llamados a darnos cuenta de esta realidad, de esta luz que tenemos. La iluminación no es fruto de técnicas, de ejercicios particulares, de aislamientos; es la conciencia nueva que tenemos de nosotros mismos como hijos, porque hemos conocido el Padre y hemos cambiado nuestra relación con los hermanos.
Pero ahora me pregunto, y os pregunto a cada uno: ¿De veras ha cambiado nuestra relación con los hermanos? ¿Vivimos como hijos de la luz, o como hijos de las tinieblas? El drama del hombre de hoy, de ayer y de siempre, es el drama reflexionado en los fariseos. Ellos se consideraban justos. Presumían ver y cuando uno está tan seguro de sí mismo, el mismo Jesús encuentra dificultad en ayudarlo. Reconozcámonos con humildad necesitados de la luz de Cristo. Acerquémonos con sinceridad a la “piscina de Siloe”. Allí, en las aguas del perdón y de la misericordia de Dios dejémonos renovar por el don de Dios y renacer a una vida nueva, para sentirnos y ser hijos de luz.
La elección gratuita de Dios, su unción, su don de la luz, que hemos recibido, son dones que indican un camino, que piden un crecimiento, y nos invitan a acercarnos más a la fuente. No son puntos de llegada sino de salida. Todo depende, además de la intervención divina, de nuestras elecciones concretas, de nuestras elecciones diarias, de nuestro alejamiento del pecado y para lograr una verdadera unión a Dios.
Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida. Tendrá la luz. Todavía hay camino por delante. Hay que vivir la fe recibida, hay que alcanzar otras metas, otras cumbres de la perfección.
Encaminémonos por este camino con el sentimiento de la humildad de la criatura humana, opuesto a los presuntuosos que se fían de las propias luces. Que podamos vernos con los ojos del Hijo para conocer al Padre, para conocernos a nosotros mismos como hijos y a los demás como hermanos. Esto es nacer como hombres, esto es venir a luz.
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“¡Pero qué bonita es esta misión de dar luz al mundo! Pero es una misión que nosotros tenemos. ¡Es bonita! Es también muy bonito conservar la luz que hemos recibido de Jesús. Custodiarla. Conservarla. El cristiano debería ser una persona luminosa, que lleva la luz, ¡siempre da luz!”
Papa Francisco, Febrero 2014.