V Domingo de Cuaresma, Año A,
Kuwait City, 5 de abril de 2014
Ez 37, 12-14; Sal 129; Rm 8, 8-11; Jn 11, 1-45
“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” le dicen los amigos a Jesús. “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego de nacimiento, impedir que Lázaro muriera?” dicen los demás. Si Jesús es nuestro amigo, porqué permite la enfermedad y la muerte, decimos nosotros. Dónde está cuando lo necesitamos? ¿De qué sirve un Dios inútil? ¿Que en el momento de la necesidad no está, y que tarda en llegar?
Jesús no tenía la intención de dar vida a los cuerpos muertos, porque todos morimos, sino más bien dar la vida a los muertos vivientes que somos nosotros. No se trata de la resurrección del último día, sino de la vida ahora, y tampoco de la resurrección de Lázaro sino de mi resurrección, de tu resurrección. El hijo de Dios ha venido para enseñarnos que podemos vivir una vida en el amor en donde la muerte se transforma en un don de vida y es comunión plena con el Padre y con los hermanos. Ha venido para cambiar la calidad de vida, a darnos la vida eterna ahora, ya.
“En esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida: si amamos a los hermanos” (1Jn 3, 14).
La muerte y la enfermedad
La primera parte del evangelio es todo un diálogo de Jesús con los discípulos sobre la enfermedad y la muerte. Jesús ha venido para revelarnos el verdadero sentido de la muerte. Ha venido a salvarnos no de la muerte sino en la muerte. Ha venido a iluminarnos sobre esta realidad que todos tememos.
La muerte ya no es el fin de la vida, no es la destrucción y el anulamiento de la vida. Es el momento de la plena comunión y del encuentro con el que nos ama.
El hombre tiene temor de la enfermedad y de la muerte y trata de evitarlos, mientras que la cultura actual ha marginalizado estos temas tratando de que se hable de ellos lo menos posible, casi en un tentativo de exorcizarlos. Pero estas dos realidades que tanto tememos siguen allá y un día tendremos que confrontarlas. El temor de la muerte nos hace vivir de cierta forma, y a menudo nos volvemos prisioneros de este miedo y malgastamos nuestra vida, tratando de salvarla. El problema no es la muerte, sino cómo la vivo, y más aún, cómo vivo mi vida. El verdadero problema es el pecado y la oscuridad en que me tiene preso. Como los prisioneros de la película “The Green Mile” – “hombres muertos que caminan”.
La resurrección de Marta y Maria
Jesús ha venido para darme la vida, para resucitarme. El evangelio nos habla no tanto de la resurrección de Lázaro, cuanto de la resurrección de Marta y María. Es éste el verdadero milagro. El camino que hacen las dos hermanas, cada una a su manera y en un tiempo diferente hacia el encuentro con Jesús, resurrección y vida, hacia la fe en Él.
Dos mujeres, que tienen más sensibilidad con las cosas fundamentales de la vida y de la muerte. Mujeres, más listas y que entienden más rápido para ayudar a los hombres entrar en este misterio.
“Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado ahí, para que crean”; “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. “Sí, Señor, creo firmemente, dice Marta”; “Muchos de los judíos creyeron en Él”.
El tema de la fe se repite mucho en el evangelio de hoy. Creer en Jesús significa adhesión a Él, vivir en Él, como Él en nosotros, comer su pan, vivir la misma vida de hijo y hermano.
“Todo aquel que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”, porque ya ahora tiene la vida eterna. ¿Qué es la vida eterna? ¡El amor del Padre y de los hermanos! Es ésta la vida eterna, la vida del Hijo. A esta vida estamos llamados, para vivir la vida nueva recibida por el bautismo, la vida de los iluminados, la vida de los que se sienten amados, la vida de los hijos.
La resurrección de la cual Jesús nos habla es para este momento, no para después. Es para que vivamos, no como muertos que caminan, sino más bien para que vivamos la vida nueva de los cristianos que han encontrado a Jesús, que creen en Él.
Para lograr esto, necesitamos hacer todo un camino. El miedo de la muerte esta tan arraigado en nuestro corazón, hasta la médula de los huesos, que necesitamos hacer un recorrido de conversión, un camino de fe hacia el encuentro con Jesús. Jesús el amigo de Marta, María y Lázaro, símbolo de los demás hermanos que somos nosotros.
La revivificación de Lázaro
¿Dónde lo han puesto? ¿En dónde está?
Sin Cristo, el hombre está en la oscuridad, en la cueva del pecado, en la que se encuentra atado con numerosas cuerdas. Está bajo el poder de la muerte. No logra salir por sí mismo. Es la presencia de Jesús, su llamada la que lo libera, que lo trae a la vida.
Toda la Biblia cuenta el camino de Dios hacia el hombre, en busca del hombre. Dios nos busca al lado del pozo en donde queremos saciar nuestra sed y nos reconquista con su amor (Samaritana), nos busca en la oscuridad para iluminarnos y llevarnos a vivir la vida nueva (el Ciego), nos busca por fin hasta dentro del sepulcro, en la muerte, nos rescata del enemigo más terrible. Para que vivamos la vida nueva, ya, ahora. Ésta es la gloria de Dios: El hombre vivo. No muertos que caminan, como tampoco esclavos de las pasiones y de los tantos patrones que nos encarcelan. Jesús ha venido para darnos una vida libre del miedo de la muerte, una vida libre de la falta de esperanza, libre del egoísmo.
En cuanto nos demos cuenta de esto, en cuanto nos dejemos liberar por Jesús, en cuanto se realice en nosotros el gran milagro de la resurrección, estaremos en el camino de conversión: “en una respuesta reconocida al misterio estupendo del amor de Dios”. Hombres vivos, hombres libres para amar a Dios y a los hermanos, caminando hacia el encuentro final con el que tanto amamos.
¿Será que el amor que Jesús nos tiene, que sus lágrimas serán capaces de movernos, de cambiar nuestro corazón y liberarnos del temor de la muerte?
¿Será que su amistad nos ayudará a vivir nuestra vida como un camino hacia el encuentro con Él?