III Domingo de Pascua – Los discípulos de Emaús
3 de mayo de 2014, Kuwait City
Hech 2, 14.22-33; Sal 15; 1Pd 1, 17-21; Lc 24, 13-35
Llegamos al tercer domingo de pascuas y seguimos en el mismo día, el primer día de la semana, el primer día de la nueva creación cuando el Espíritu nos renueva y nos da la fuerza para caminar. Volvemos al mismo día y al mismo lugar, allí donde la comunidad está reunida. Para ver, para reconocer, para que entendamos el gran misterio. El misterio de una presencia que trasforma.
Caminan tristes
Caminan tristes los dos discípulos de Emaús. Son el rostro vivo de la comunidad que no siente más la presencia del amado, de aquel que había hecho tantos milagros, encendido tantos corazones, abierto tantas esperanzas y que hizo vibrar a tantos. La vida sin Jesús es triste, es un caminar triste, aunque uno tiene la ilusión de alegría, de gozo. Llega el atardecer y uno queda con unas flores secas en las manos.
Pero Jesús no abandona. Los dos de Emaús han abandonado la comunidad. Han preferido irse solos, convencidos que a ciertos dramas jamás se les podrá dar un sentido. Pero el Señor de la vida no los deja solos, no los abandona. Porque el amor nunca abandona. Así, aunque uno decida seguir otros caminos y se aleje, el Señor lo busca, se le acerca, se hace su compañero de viaje. Tal vez en un hermano, en un amigo, en un hombre bueno, a través de una palabra, de una sonrisa; Jesús se manifiesta.
A él no lo vieron, no lo reconocen
¿Por qué nos ha dejado solos, por qué nos ha abandonado?
¡Quédate con nosotros!
En realidad los que abandonaron fueron ellos. Abandonaron la comunidad, el lugar del sacrificio, buscando otros caminos. Jesús nunca nos deja solos, nunca nos abandona. Somos nosotros que incapaces de verlo, de reconocerlo, nos alejamos.
A través de la explicación de la escritura y de la fracción del pan sus corazones se abren, sus ojos se iluminan. Así también los cristianos de todos los tiempos están llamados a reconocerlo en la Escritura y en la fracción del pan, y con ellos nosotros.
Regresan llenos de alegría
Regresan al lugar del sacrificio. Regresan a Jerusalén, el lugar del amor que se sacrifica. Llenos de alegría. Ahora sí entienden. Se les abren los ojos: No hay amor sin sacrificio. Quien lo reconoce, quien lo encuentra se llena de alegría y se pone de inmediato en camino, para compartir, para ir hacia los hermanos, para volver a sus dolores con otro corazón.
Ayúdanos Señor a escuchar tu voz y a reconocerte cuando te nos acercas por los caminos del mundo, cuando estamos lejos, tristes y decepcionados. Ayúdanos a reconocerte y a volver. Volver al lugar del encuentro, allí donde cada domingo nos explicas la palabra y te nos das en la fracción del pan. Que cada misa sea un momento para escucharte, para reconocerte, para encontrarte.
Y sabrán que te hemos encontrado cuando saldremos de la misa llenos de alegría, con ojos iluminados, listos para llevarte a cada persona que encontremos por el camino.